Aliento el desaliento cuando las cucarachas sortean los pináculos de oro para llegar a su nido.
Aliento el desaliento en las tardes tristes y azules de sinfonías chirriantemente sordas.
Aliento el desaliento si me miras fijamente detrás del globo ocular sin ver.
Aliento el desaliento sin desaliento.
Con una chispa encontrada en lo más recóndito de la sintaxis vulgar de un diminuto cajón neuronal que se golpea una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.
Desparramo las virtudes sin desplegar la baraja completa, sin hallar los ases, no, no existen,
somos caballos podencos atados por una yunta interminable tallada por un escultor grosero y decadente.
Omitir la regla, generar orgías, meterte en un barril para buscar el hedonismo y sólo encontrar tu puta jeta demacrada por el tiempo.
Notas, notas, notas, notas, notas, notas, notas descarriadas que van directas a un abismo prostibular mecido por las olas en una partitura incierta donde las pirañas muerden,
a pequeños bocados, pero sin cesar,
destruyendo lo indestructible y tragándose hasta el último gramo de tu mierda.
Agua, rodeado de agua,
salada, desoxigenada, impura, impía, gaseosa, débil, turbia, muy marrón; pero rodeado.
Subido a tu atalaya de corales con esqueleto córneo y flexible, con los pólipos llenos de erizos punzantes, bamboleado por una maquinaria de engranajes corridos por el salitre,
buscas tres en uno desesperadamente para desatascar esa cinta sin fin,
por fin,
una lemniscata donde corretean las hormigas, queriendo ser una de ellas,
queriendo ser Ferdinand Moebius,
y no, de nuevo no, no existe,
sólo existe lo que existe.
Aliento el desaliento, que se transforma, que lo chupas y lo escupes, y lo vuelves a chupar.
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